[Yamada Taro Monogatari]Tamashi
May. 5th, 2019 09:55 pm![[personal profile]](https://www.dreamwidth.org/img/silk/identity/user.png)
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Tamashi
(Alma)
“Nunca mienten, las flores.”
Siempre había pensado que fuera una estupidez inventada por su abuelo para alentarlo a hacer lo mejor.
Habría tenido que olvidar esa provocación, dejar de dedicarse a ese pasatiempo inútil y no darse por vencido.
Pero, aun tratara, nunca tenía éxito de pararse.
Por alguna razón, le gustaba. Le gustaba observar esas flores esparcidas casualmente en la mesa de vidrio, con la luz que reflejaba sus colores, y fingir que realmente no le importaba.
Pero había llegado a un punto en que ni siquiera podía mentir a sí mismo; se dirigía hacia esas como atraído por una fuerza que no sabía explicar, y empezaba disponiéndolas sin pensar, consciente de lo que había hecho solo cuando estaba enfrente a la obra concluida.
Casi siempre le gustaba el resultado de esos momentos de aparente locura y destaque de la realidad.
Pero nunca era bastante, porque las flores nunca mienten. Y sus composiciones, aun lo encontrara ridículo, decían a su abuelo que no estaba poniendo bastante pasión, que faltaba algo para completarlas.
Que el tripudio de colores, ramas y pétalos no estaba suficiente, si Takuya no tenía éxito de sentir nada enfrente a esas tintas.
Y si Takuya dentro de sí se sentí envuelto por un gris difícil de vencer, nunca iba a tener éxito de transponer sí mismo en sus composiciones.
Porque las flores nunca mienten. Y él había aprendido a leer esa verdad demasiado temprano, y aún antes a desear de no saberlo hacer.
~
Era la misma sensación que había sentido enfrente a él.
Mirarlo, tratare de leerlo, de ver el secreto escondido por su sonrisa.
Tratare de estar lejos de él, nunca teniendo éxito de hacerlo.
Como esas malditas, hermosas flores.
Takuya las envidiaba, y envidiaba a Yamada.
Envidiaba la vivacidad de los colores que ambos emitían, los que él nunca iba a poseer.
Pensaba en eso, mientras lo seguía en las calles soleadas de Tokyo, siguiendo repitiéndose que no debería haber sido allí.
Había muchas cosas que no debería haber hecho, en su vida, pero por alguna sórdida broma del destino, siempre se encontraba en las situaciones más tentadoras y que más le hacían daño.
Le hacía daño también que su abuelo no viera un alma dentro de sus composiciones.
Le hacía dalo que Yamada pareciera tan absurdamente... feliz. Y le gustaba verlo así, más de lo que fuera legítimo. Le gustaban las constantes sonrisas, la energía, la gana de vivir que acompañaba todos sus pasos.
Solo, tenía la extraña sensación de querer ser parte de esa felicidad, como si fuera un secreto que el chico escondía por el mundo.
Un secreto que fue pronto revelado, contra cada previsión, cuando Takuya lo vio dirigirse hacia su casa. Cuando vio las paredes sutiles, las latas coloradas colgadas al alambre enfrente a la puerta, demasiado débil para resistir a nada. Cuando vio su mundo, de cartón y escasas briznas de hierba, fue como si todo fuera claro.
Yamada no tenía nada.
Pero, tenía todo lo que faltaba a él.
Vio las sonrisas de los niños, y realizó que tanto le habría bastado para ser feliz.
Una familia. Amor. Dispuesto a tener millones de problemas, para tener alguien con quien compartirlos.
Volvió a casa sonriendo, cabeceando de vez en cuando.
Esa noche, su composición no fue linda como siempre.
Pero, de alguna manera, tuvo éxito de ver en esa unos colores nunca encontrados antes.
~
‘Euryops pectinatus’
Esto era el nombre de la flor, parecía de recordar.
Esas mismas flores que yacían poco agraciadamente en la solita mesa, abandonadas por la impaciencia, la rabia, la frustración de Takuya.
Y ahora una de esas, desprovisto de tallo y todas las partes que no fueran necesarias para apreciar su belleza, yacía en un velo de agua, en un cualquier vaso.
Sin nada complicado, pensado por demasiado tiempo, nada de ostentoso.
Simple.
Como Yamada.
Lindo.
Como Yamada.
Ese Yamada rojo en la cara, mientras fingía demasiado bien de ser una mujer por un mero capricho de Takuya, un chico cuyo tedio había llegado a esa especie de puro sadismo.
Pero no lo había hecho para herirlo. Nunca.
A su modo, había querido ayudarlo, en la única manera en que el menor habría aceptado ayuda por él.
Con detalles no necesarios, que pero habían acabado siendo chistosos.
Ahora, sin embargo, no tenía éxito de reír de la situación en que se encontraban. Solo podía mirar esa flor, pensando que fuera la más hermosa que nunca hubiera visto.
“El ikebana es cómo un espejo que reflecta las personas.” oyó la voz de su abuelo como si fuera la primera vez, como si por la primera vez fuera realmente capaz de entender lo que estaba diciendo.
El ikebana es cómo un espejo que reflecta las personas.
Esa flor, tan desnudo en ese vaso tan malditamente simple, no era nada en confronto a sus solitas composiciones.
Pero su abuelo había visto algo en eso, que normalmente faltaba a sus creaciones, y finalmente Takuya fue capaz de entender lo que tenía esa flor de particular, tanto que lo atraía.
En eso, en cada refracción de su reflejo en esa mísera superficie de agua, brillaba algo que no todos tenían el privilegio de ver.
No sabía que fuera que le diera esa consciencia, pero si le hubiera sido preguntado que fuera, habría contestado sin hesitar.
En ese vaso, simple y mísero vaso, estaba encerrada el alma de Yamada.